El duque Sebastián, encerrado en sus cámaras privadas, y no
admitiendo a nadie a su presencia, empieza a escribir para la princesa Elizabeth. Ella le
ha pedido que escriba sobre un amor que ha experimentado, este pedido le pone a
prueba, porque está el hecho que tiene que contar de un amor de ella – que de
por sí es doloroso – y también que tiene que hacer algo que a ella le guste al
punto de querer compartirlo con sus amigas.
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El duque come y escucha la historia, la princesa Elizabeth
se ve frívola, sin valor, pero al duque no le importa, lo importante es su amor
hacia ella, no ve que al subir a esa montaña en la cima no encontrará nada.
La princesa Elizabeth, quiere al duque, pero no lo ama;
igual, egoísta le pide algo que al duque le duele.
Quiero que termine con un beso, sí… un beso, así nomás – la
princesa hace palma fina y besa los dedos de su mano. Princesa, sírvase, aquí
hay de todo. No gracias, no me apetece.
El duque la mira. Ella sigue hablando trivialidades, y de
pronto se centra en un joven, un hermoso joven que le ha prometido amor y que
ella ha rechazado porque no quiere hacerle daño. La princesa ha sido buena, no
ha querido dañar la delicada confesión de ese cortesano.
¿Pude hacerlo duque? Sí. Entonces hágalo, quiero enviárselo
lo más pronto. Lo haré hoy mismo. Ahora me tengo que marchar – el duque sufre, es
tan poquito el tiempo que ella le dedica. ¿Tan pronto? Tengo que ir a la corte, hoy veré al príncipe de Venecia. Déjeme despedirla.
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El príncipe pide agua, necesita agua porque se está
ahogando, le alcanzan una jarra de agua, despide a la sirvienta y cierra su
habitación. Se desnuda, se echa al suelo, mira el techo e imagina al joven
cortesano y piensa cómo sabrá el beso de la princesa.
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