El príncipe Sebastián se enamoró, se casó, tuvo dos hijos
hermosos como él. Un día uno de sus hijos le dijo, “padre, te amo tanto… déjame
ir a las alturas del cielo para no avergonzarte porque no soy lo
suficientemente bueno para ti”. El príncipe Sebastián no objetó porque vio en
su hijo un defecto y por ello dejó que sea sacrificado para que no manche su
reputación.
Pasaron los años, Sebastián ya convertido en rey llamó al
único hijo que le quedaba y le confesó, “Me gusta Elizabeth, tu mujer; te amo
tanto, pero más la amo a ella”. El hijo le contestó, “Elena, mi madre, te ama
tanto como yo a ti; puedo sacrificarme. Tómala, Elizabeth ahora es tuya”.
Sebastián tomó a Elizabeth, la hizo suya y humilló a Elena – la reina-. Su hijo
se suicidó y Elena murió de tristeza. El
rey se quedó con la joven y tuvo otros hijos.
Pasaron los años y ya anciano llegó Antonio, su amigo. Él
era un anciano, pero tan bello como el rey, libaron juntos, lloraron porque el
rey era infeliz ya que no tenía a su familia.
Antonio le increpó: Siempre te he amado, y por eso te abandoné,
para no serte piedra para tu coronación… han pasado años y pensé que no querías
verme. Dime, ¿por qué no eres feliz?, ¿yo te dejé todo para que seas feliz?
Sebastián le respondió: Si es verdad que me amabas, no me
hubieses dejado, si en verdad me hubieses amado me hubieses aconsejado el día
que sacrifiqué a mi hijo, me hubieses recriminado por faltar a mi mujer, si en
verdad me hubieses amado, no me hubieses dejado tan solo sin ningún amigo;
recuerdas Antonio, tú te fuiste, no esperaste a mi coronación.
Antonio, que se veía como un vagabundo, respondió: “Y de qué
valió todo lo que te escribí, solo tenías que haber respondido y allí estaba;
¿cuántas veces te escribí Sebastián?, ¿cuántas veces respondiste a los
mensajes?”
El rey se levanta, lo abofetea: “Quién sabe amar más…un
anciano imbécil que ha vivido en la compañía del desierto, que ostenta tantos
libros leídos como canas tiene; o yo que
soy el rey y que me he acostado con las más bellas de este mundo”.
Antonio se incorpora lentamente y responde, “Yo”.
El rey se ríe de Antonio y le increpa, “¿Tú?, tú eres un
hazmerreír…”.
Antonio se descubre el rostro y le pregunta, “¿A quién has
dicho hazmerreír?”. El rey ve a su amigo y se sorprende verlo idénticamente a
él pero con un rostro en paz… llora y entiende que sucedió.
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Cuenta la historia que había dos príncipes – Sebastián y
Antonio -, hermosos príncipes que se encontraron en el camino por alcanzar un
reino. Los dos se hicieron amigos porque se parecían mucho y porque eran
nobles, no había maldad en ninguno. En el trayecto, Sebastián le preguntó a
Antonio, ¿Sí llegamos y nos reciben, tendremos que luchar por el reino? Antonio
le contestó, “Tú eres el mayor, no voy a luchar contigo, seré tu fiel guía, tú
serás mi rey… tú eres mi amigo”.
Sebastián se sintió orgulloso ya que su amigo reconocía que
él era más bello y con mejores cualidades, se complació con la respuesta y le prometió: “Nunca te separes de mí, voy a
necesitar de tu consejo”.
Al llegar al reino, ambos fueron amados y respetados. Pero
un día, Sebastián cogió a una niña y la hizo suya abusivamente, Antonio le
reprochó. Sebastián guardó rencor por su amigo y se hacía más soberbio, y el
príncipe Antonio se alejaba de él. Cuando hubo la oportunidad de elegir al rey,
los ancianos decidieron optar por Antonio.
Sebastián y Antonio lo conversaron y éste último decidió
desterrarse para que no haya una disputa entre los dos; Sebastián – que aún
amaba a su amigo - le dijo que no deje de escribir que él siempre esperaría sus
escritos. Antonio aceptó, “nunca dejaré de escribirte, por favor responde”, así
terminaban sus cartas.
El rey Sebastián las leía y las desconsideraba. Siempre que
tenía un problema las leía y recordaba a su amigo. Pero luego, se reponía de su
melancolía y hacía el mal.
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Antonio responde al rey: “Tranquilo, aquí estoy yo… Soy tan
igual a ti, yo también amé a Elena, y sé quién es Elizabeth”.
Llora Sebastián: “Pero… mis amores fueron prohibidos, pero
los cogí y me plací”.
Antonio lo consuela: “Tranquilo, aquí estoy yo… para
enseñarte, ya no te escribiré… sé que no vas a leer amigo mío, por eso ahora
voy actuar”. Le mira con ternura, le coge los cabellos ensortijados y ve en su
amigo un Cristo sufriente: “Mañana moriré, me abriré las venas en mi tina
caliente”.
Sebastián: “No hagas eso por favor, ¿Solo has venido para
morir y dejarme nuevamente?
Antonio: “Claro que no, he venido para darte una
oportunidad. Con mi muerte serás nuevamente joven… en la tina quedará una
esencia que te dará juventud”.
Sebastián “¡De qué sirve la juventud si no te tengo!
Nuevamente me voy a equivocar”.
Antonio: “Pero quiero darte esa oportunidad, no importa que
yo muera, importa que yo sea tu amigo”.
Al día siguiente el rey se quedó en su casa solo con dos de
sus hijos, que eran los que había tenido con Elizabeth. Ella no había aguantado
el desprecio de la sociedad y huyó. Uno de los niños le dijo, “Ayer mi maestro
me ha dicho que la virtud es procurarse la felicidad sin hacer infeliz a los
demás”.
El rey Sebastián: “¿Tú maestro es el anciano que recién ha
llegado? Él es mi amigo, y te ha dicho algo cierto”.
Niño: “Dime, mi amado rey… entonces, ¿está bien que tu amigo
muera para que tú tengas otra oportunidad?
Mi maestro hoy morirá, se dice que tú – el rey – le has pedido una
esencia que te hará más joven”.
El rey Sebastián corrió a la casa de Antonio, desencajado lo
encontró en su tina en un charco de sangre… su rostro estaba blanco
completamente blanco y sus labios dibujaban una sonrisa. El rey abrazó el
cuerpo desnudo e inerte, lloró… y estaba desconsolado, cuando de pronto una
mano tocó su hombro, era Elena… tan joven como cuando la vio por primera vez.
Atrás sus dos hijos, era nuevamente joven como se lo había prometido su amigo.
Su hijo mayor: “Padre, mi maestro a muerto, el príncipe
Antonio ha muerto… ahora tú eres el rey”
Elena: “Mi amor, es el día en que te coronarán, sé que tu
amigo a muerto, pero ha muerto para que tú seas el rey”
El príncipe Sebastián lo entendió, la promesa de su amigo
era verdad, ahora él sería el rey.
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