Me levanta la llamada de César al celular, son las doce.
Estoy adolorido y recuerdo todo el alboroto que se armó ayer. César me cuenta
que la mujer del Chino estuvo en su casa y le hizo problemas; que ante la insistencia de que confesara si habían tomado conmigo, le
tuvo que confesar que sí y que no era la primera vez.
¡Pero estás loco! Te dijimos que deberías callarte con
respecto a eso. Sí, pero ella había leído el mensaje del celular del Chino y
además también vio que te había llamado. Bueno, ya no importa, que se hace; y
¿dónde está Jhonnatan? Está trabajando. Eso está bien, ya es hora que se pongan
a trabajar y dejen de tomar.
Se me hace tarde, me apresuro, tomo una ducha, me visto con
ropa casual y me voy al colegio sin comer nada.
Los estudiantes se sorprenden porque he venido casual,
encima llevo un sombrero negro tipo hongo que les admira y hace reír.
La clase – felizmente es solo dos horas con el Tercero G –
versa sobre “El Virreinato de Nueva España” y hago una comparación sobre las
características entre éste y “El Virreinato del Perú” que ya
ampliamente hemos tratado en seis sesiones. Me sorprendo al dictar con toda
tranquilidad como si ayer no hubiese pasado nada.
Un mensaje del Chino me distrae, lo leo, solo dice, comunícate.
Tengo que desarrollar mi clase para poder llamarle. A penas termino, salgo del
colegio y busco un lugar cómodo donde sentarme y poder comer algo.
Me embarga una soledad infinita, no tengo a nadie, pienso
que será siempre así; me entristece pensar que el Chino está molesto conmigo,
que César piensa que soy un mal amigo, que Julio me trata con distancia, que le
fallé tantas veces a Elena, y que molesté a Elizabeth; que en definitiva a esas
personas que estimo, quiero y amo les he fallado y por eso no me pueden querer.
Timbro al Chino.
¿Qué pasa Chino? Antonio, quería pedirte que por favor ya no
vayas a las reuniones; yo voy a estar allí porque César es mi socio, pero
siempre me voy a incomodar contigo. Está bien, estaba pensando en no asistir
más; no era mi intención recordarte lo de Camila. Pero lo hiciste y, puta, no
sé cómo la cagas todo por hacerte el moralista. Perdóname. Olvídalo, solo no te
acerques. Está bien.
La señorita del restaurante anota mi pedido – un arroz a la cubana y un
café -, miro a la gente pasar por la avenida y pienso en Elizabeth; pienso que
tuve que haber sido lo suficientemente inteligente como para no decirle nunca
nada; que pase las cosas como igual tenían que pasar y que al final solo
tendría en mí la admiración de ser el profesor Rivas y no la desilusión de
verme desequilibrado, obsesivo. Pero no puedo, no puedo dejar de decir lo que
pienso y siento.
La señorita sirve el café y el plato; agradezco y pido que me
traiga agua fría para entibiar mi café.
Quiero estar en mi escritorio leyendo un libro de historia,
escuchando a Chopin y olvidarme de que tengo amigos que no me quieren. Pago por
el desayuno y me voy caminando a mi casa.
¡Quiere llorar!, ¡quiere llorar!, ¡quiere llorar!, suena en
mi cabeza la voz de mis compañeros de la secundaria cuando uno de ellos me
tiraba la mochila o se burlaba por algún defecto físico que tengo – como mis
grandes orejas o mi cabeza sobredimensionada. Es que quiero llorar.
Pero trato de darme ánimos y pienso a quiénes tengo; tengo
al Tío Lobo que tiene párkinson, a mi madre con osteoporosis y diabetes, a mi
padre que reniega mucho conmigo desde que me fui de la casa, a mis hermanas que
siempre tuvieron conversaciones serias sin mi presencia, tengo a los primos más
ocupados con quienes nunca hice migas, ¡beautiful!
Son las cuatro. Comienza el frío, es un
frío intenso que hace doler los huesos de mis piernas; Qué fea es una tarde fría completamente solo.
En mi habitación, quiero agarrar un libro pero no puedo;
prendo la computadora y hago correr las canciones que copié del USB de Julio, me tiro en la cama e imagino lo que han de estar pensando mis amigos.
Perdí la confianza de ellos, hice bien las cosas por mucho tiempo, los
traté con cariño, fui creativo para que se sientan a gusto, traté de darles lo
que estaba a mi alcance, me gané su confianza; pero lo perdí en un día con estúpidas palabras.
Los extraño; estuvieron conmigo, pero no los supe valorar.
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