Quiero contarles que conocí a mi buen amigo
este año, aunque no se note mucho él es más joven que yo, son diez años los que
nos separan, felizmente que no fue una generación, quizás entonces hubiese sido
de otro modo. Pero su juventud no hizo diferencias con mi madurez, ambos
pudimos decir que fuimos amigos.
Un amigo no es producto de una querencia
superficial, a un amigo no lo vas a encontrar en cualquier lado, hay
circunstancias que hacen que alguien sea tu amigo. Creo que a los amigos los
pueden encontrar – cuando niños - cerca a tu hogar o en la escuela. Recuerdo a
mis amigos de la infancia y puedo recordar algunos con especial simpatía y
estoy seguro que creí que ellos eran mis mejores amigos, en verdad ellos fueron
mis mejores amigos en mi infantil mundo.
La secundaria me fue dura, les confesaré que
era el chico extraño que no tenía amigos, no era culpa de los otros, era mi
forma de ser que aburría a los demás. Además, no era bueno en el fútbol, ni
ningún deporte. Pretendí ser un intelectual, cosa que no logré, soy solo un simpatizante
de las letras. Pero en la enseñanza media, aun así, con mi poca capacidad de
hacer amigos, caminaron junto a mí, jóvenes a quienes puede llamar amigo. Alguien
con quien conversé sobre mis problemas, que le conté quién era el que me
molestaba, por quién estaba interesado, y qué es lo que quería hacer saliendo
de las aulas.
En la universidad, confié en otros
contemporáneos, fue fenomenal encontrar grandes amigos en ese contexto.
Recuerdo de uno en especial, con quien me llegué a molestar y ya no nos vimos
más, pero he sabido que cuando se ha referido a mí ha tenido simpáticas palabras.
Los amigos de la universidad han sido los más geniales escuderos de mi vida, no
digo que sea siempre así en todos los casos, pero en lo personal fue así.
Regresé nuevamente a la universidad, y encontré
amigos más jóvenes, a quienes ahora los tengo como grandes amigos, los
reconozco como hermanos. En especial, pueden ver aquel que está allá, ese joven
está aquí por mí, es mi hermano, me viene acompañando años en esta vida que
estamos obligados a vivirla.
Hoy tengo que despedir a mi buen amigo de este
año 20, de este fatal año 20 que nos trajo algo tan vulgarmente pequeño,
infinitamente más pequeño que un punto de arena de mar, pero que se está
llevando la vida de nuestros hermanos.
Como les decía le conocí este año, encerrado en
una habitación, cocinando para su día, con diez soles se servía desayuno,
almuerzo y cena. Como se han dado cuenta, él es de otra patria, y quisiera que
su cuerpo quede en mi querido Perú, pero no tengo derecho de disponer de sus
restos, sobre todo cuando su deseo es volver a su amada Venezuela.
Su excelencia de ser humano se explica con su
historia de lucha, que como muchos de sus amigos connacionales que están aquí
lo están padeciendo. Él llegó hace tres años al Perú, me contó que para cruzar
la frontera tuvo que padecer cual héroe homérico, recorrer la belleza de
nuestra Latinoamérica con el corazón palpitando de la emoción de los paisajes
que le iban despidiendo de su tierra.
No era un desprecio al Perú, pero él me dijo
literalmente: “Perú no era mi objetivo, yo iba para Argentina”; no pudo llegar
más al sur, en Colombia se quedó porque le habían engañado aquellos que le
prometieron un sur más próspero. Allí tuvo que trabajar en las calles vendiendo
sus pastelitos con carne, y con mucha preocupación porque no podía mandar dinero
a su madre enferma que está en Lara, un estado de Venezuela. Se encontró con un
barquisimetano que le contó que en el sur está la gloria, que está el Perú y
que allá a la gente que concina le va bien.
Me dijo, “cuando
vi por internet la gastronomía peruana me convencí que debía ir allá”, también
dijo, “no quiero estar más en las calles”. Me sorprendió saber que vendía
cigarrillos por las noches parado cerca de una discoteca; era joven, y tenía
que ver a otros jóvenes ser felices, mientras que él estaba afuera con el calor
tropical de Colombia vendiendo sus cigarrillos.
Algunos me
han escuchado decir esto, él fue quien me contó: “cuando llegamos a Tumbes un peruano
alzó la voz y dijo que estábamos en Perú, y alguien le preguntó cómo sabía eso
y respondió que se daba cuenta que habían llegado porque había mucha basura”.
Nuestro amigo se preocupó porque comenzó a ver el desierto del Pacífico y sus
ciudades desorganizadas. Me dijo que cuando llegó a Lima, la vio como un gran monstruo
que se iba a devorar todas sus esperanzas. La caótica ciudad, no era como las
imágenes perfectas de los platos de la gastronomía peruana, se desilusionó en
apariencia, pero como buen guerrero se dijo que iba a la guerra si era preciso
a morir.
Venezuela
es la cuna del gran Libertador Simón Bolívar, ese hombre a quién amamos y
odiamos, el que consolidó la libertad de los criollos peruanos, el que nos
fragmentó en dos Estados: Perú y Bolivia. Simón Bolívar era un gran guerrero
que perdió a su amada y no quedándole el amor, le quedó sus circunstancias de
explotación por los peninsulares, y prometió y cumplió con sus fuerzas la
libertad de su tierra. Nuestro amigo, también perdió el amor, en su historia se
registró una hermosa mujer que está allá cargando a su hijo. Él no los dejó por
mal padre y deshonesto marido, los dejó porque sus circunstancias eran más fuertes
que sus ilusiones. Este nuestro amigo, me recuerda entonces a nuestro gran libertador,
guerrero sufriente del terrible peso de la realidad.
Llegó a mi
casa en diciembre del año pasado. No sé si celebró las fiestas de fin de año,
no supe cómo la pasó en navidad, la noche del año nuevo no escuché su risa. En
enero y febrero tampoco supe de él, mi mujer me enteró que teníamos un
inquilino en el cuarto piso, pero solo le conocí cuando se cerraron nuestras
puertas por la cuarentena. Le vi, y sonreí, y él sonrió.
Su
simpático rostro y sus ojos azules impedían no fijarse en él, pero más
llamativo era su entonar, no era del veloz caraqueño, era una entonación como
los de mi pueblo, de mis andes queridos, pero con una alegría tropical. Me
dijo: “A su orden señor”. Y luego, y esto sonará fuerte, dijo cosas como, “me
oyes Sebastián”, “coño de su madre”, “de pinga”, “estoy arrecho”. Entonces le
molestaba por su dialecto tan sexualizado y él que no se quedaba atrás, me
dijo, “no digas nada, que ustedes los peruanos cuando hablan todo es de pinga
para abajo” y me maté risa”.
Fue mi
acompañante para hacer las compras los fines de semana, y para probar su valor
le ofrecí comprarle su mercado, que él pidiera, y su delicadeza humana se
mostró, escatimando, solo pidió unas papitas, cebollas y tomates. Con eso hizo
una sopa, una sopa que me volvió a los tiempos cuando mi madre me servía sus
calditos en las noches de invierno. Me quedé admirado y él estaba preocupado,
quiso disculparse porque le faltó no sé qué ingrediente, pero su caldito estaba
rico, y él preocupado por el ingrediente se sentía que había fallado. Su
humanidad era tan grande a pesar de su escasez.
Las
conversaciones en la amistad son el ingrediente principal, y él escuchaba a
pesar que hablaba más. Un día le estuve contando mis temores y sobre mis
poemas, pero él también hablaba a la vez de los platos peruanos que ya sabía
cocinar, entonces le molesté porque parecía que no me escuchaba, y me dijo que
sí me había escuchado, que parecía que no escuchara pero que él estaba atento,
y era así, me dijo todo lo que le había contado y también la interpretación de
mis temores.
Una noche
subí una sangría para compartir con los inquilinos, comenzamos a conversar de
la vida en general, y él se quedó hasta más tarde y compartimos la música que
nos gustaba, coincidimos con muchas canciones. Y me contó sus otras luchas. Él
mantenía a su madre, eso no lo sabía su mujer del todo, pero él enviaba
cincuenta dólares a su madre todos los meses, y me dijo con su mirada fija y
tono adusto, que ese mes no iba a enviar nada, porque tampoco podía enviar nada
a su mujer e hijo. ¿Duro verdad?, cómo no empatizar con un ser humano esforzado
lejos de los suyos. Cómo no simpatizar con la causa de este guerrero que era
nuestro amigo de Lara.
Los meses
pasaron, y su compañía se hizo cotidiana. Cuando se salió del encierro, fue muy
gestual al servirnos uno de los mejores sancochos que he probado, mi padre
quedó encantado. Luego vinieron las parrillas venezolanas y conocer a los
suyos. Guerreros sonrientes que contrastan con mi apariencia melancólica. Y
Venezuela inundó mi casa.
Me contó
que se iba en diciembre, que iría a ver a su madre y traerse a su mujer e hijo.
Me dijo que hubiese preferido no tener un hijo, que lo amaba, pero que
era su hijo por quién más sufría, que quizás un hombre puede dejar padres y
hermanos, puede dejar una mujer, pero que jamás puede dejar un hijo, que era un
pedazo de sus entrañas que no podría arrancárselo de su ser sin morir en el
intento.
Él quería
volver a su tierra para vivir en el campo como en su juventud, pero la fuerza
de la realidad le devolvería al Perú, que por ahora era su única alternativa.
Un pueblo entero tiene que decir eso de su contexto, los hombres que han nacido
en una tierra rica y bella tienen que optar por la única alternativa para
escapar de la miseria y el hambre. Estos hombres vienen aquí a luchar la guerra
de la vida que tiene muchas batallas y algunos de ellos mueren en su lucha como
se ha muerto mi amigo venezolano.
Él tenía
treinta años, no era deportista, y sí, era gordito. Mi pequeña niña me dijo
graciosamente, “se ha muerto porque era gordito”; y me hizo reír y llorar. Mi
amigo era gordito y era por lo que más le molestaba. Se afanaba en su comida,
los ricos potajes de su tierra que tuve la suerte, la gran suerte de probar.
Se ha
muerto, sí se ha muerto, me deja otro amigo… Es una pena que a mí me toque
verles partir.
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