Friday, August 28, 2020

Se ha muerto un VENEZOLANO


Estimados familiares y amigos,

Quiero contarles que conocí a mi buen amigo este año, aunque no se note mucho él es más joven que yo, son diez años los que nos separan, felizmente que no fue una generación, quizás entonces hubiese sido de otro modo. Pero su juventud no hizo diferencias con mi madurez, ambos pudimos decir que fuimos amigos.

Un amigo no es producto de una querencia superficial, a un amigo no lo vas a encontrar en cualquier lado, hay circunstancias que hacen que alguien sea tu amigo. Creo que a los amigos los pueden encontrar – cuando niños - cerca a tu hogar o en la escuela. Recuerdo a mis amigos de la infancia y puedo recordar algunos con especial simpatía y estoy seguro que creí que ellos eran mis mejores amigos, en verdad ellos fueron mis mejores amigos en mi infantil mundo.

La secundaria me fue dura, les confesaré que era el chico extraño que no tenía amigos, no era culpa de los otros, era mi forma de ser que aburría a los demás. Además, no era bueno en el fútbol, ni ningún deporte. Pretendí ser un intelectual, cosa que no logré, soy solo un simpatizante de las letras. Pero en la enseñanza media, aun así, con mi poca capacidad de hacer amigos, caminaron junto a mí, jóvenes a quienes puede llamar amigo. Alguien con quien conversé sobre mis problemas, que le conté quién era el que me molestaba, por quién estaba interesado, y qué es lo que quería hacer saliendo de las aulas.

En la universidad, confié en otros contemporáneos, fue fenomenal encontrar grandes amigos en ese contexto. Recuerdo de uno en especial, con quien me llegué a molestar y ya no nos vimos más, pero he sabido que cuando se ha referido a mí ha tenido simpáticas palabras. Los amigos de la universidad han sido los más geniales escuderos de mi vida, no digo que sea siempre así en todos los casos, pero en lo personal fue así.

Regresé nuevamente a la universidad, y encontré amigos más jóvenes, a quienes ahora los tengo como grandes amigos, los reconozco como hermanos. En especial, pueden ver aquel que está allá, ese joven está aquí por mí, es mi hermano, me viene acompañando años en esta vida que estamos obligados a vivirla.

Hoy tengo que despedir a mi buen amigo de este año 20, de este fatal año 20 que nos trajo algo tan vulgarmente pequeño, infinitamente más pequeño que un punto de arena de mar, pero que se está llevando la vida de nuestros hermanos.

Como les decía le conocí este año, encerrado en una habitación, cocinando para su día, con diez soles se servía desayuno, almuerzo y cena. Como se han dado cuenta, él es de otra patria, y quisiera que su cuerpo quede en mi querido Perú, pero no tengo derecho de disponer de sus restos, sobre todo cuando su deseo es volver a su amada Venezuela.

Su excelencia de ser humano se explica con su historia de lucha, que como muchos de sus amigos connacionales que están aquí lo están padeciendo. Él llegó hace tres años al Perú, me contó que para cruzar la frontera tuvo que padecer cual héroe homérico, recorrer la belleza de nuestra Latinoamérica con el corazón palpitando de la emoción de los paisajes que le iban despidiendo de su tierra.

No era un desprecio al Perú, pero él me dijo literalmente: “Perú no era mi objetivo, yo iba para Argentina”; no pudo llegar más al sur, en Colombia se quedó porque le habían engañado aquellos que le prometieron un sur más próspero. Allí tuvo que trabajar en las calles vendiendo sus pastelitos con carne, y con mucha preocupación porque no podía mandar dinero a su madre enferma que está en Lara, un estado de Venezuela. Se encontró con un barquisimetano que le contó que en el sur está la gloria, que está el Perú y que allá a la gente que concina le va bien.

Me dijo, “cuando vi por internet la gastronomía peruana me convencí que debía ir allá”, también dijo, “no quiero estar más en las calles”. Me sorprendió saber que vendía cigarrillos por las noches parado cerca de una discoteca; era joven, y tenía que ver a otros jóvenes ser felices, mientras que él estaba afuera con el calor tropical de Colombia vendiendo sus cigarrillos.

Algunos me han escuchado decir esto, él fue quien me contó: “cuando llegamos a Tumbes un peruano alzó la voz y dijo que estábamos en Perú, y alguien le preguntó cómo sabía eso y respondió que se daba cuenta que habían llegado porque había mucha basura”. Nuestro amigo se preocupó porque comenzó a ver el desierto del Pacífico y sus ciudades desorganizadas. Me dijo que cuando llegó a Lima, la vio como un gran monstruo que se iba a devorar todas sus esperanzas. La caótica ciudad, no era como las imágenes perfectas de los platos de la gastronomía peruana, se desilusionó en apariencia, pero como buen guerrero se dijo que iba a la guerra si era preciso a morir.

Venezuela es la cuna del gran Libertador Simón Bolívar, ese hombre a quién amamos y odiamos, el que consolidó la libertad de los criollos peruanos, el que nos fragmentó en dos Estados: Perú y Bolivia. Simón Bolívar era un gran guerrero que perdió a su amada y no quedándole el amor, le quedó sus circunstancias de explotación por los peninsulares, y prometió y cumplió con sus fuerzas la libertad de su tierra. Nuestro amigo, también perdió el amor, en su historia se registró una hermosa mujer que está allá cargando a su hijo. Él no los dejó por mal padre y deshonesto marido, los dejó porque sus circunstancias eran más fuertes que sus ilusiones. Este nuestro amigo, me recuerda entonces a nuestro gran libertador, guerrero sufriente del terrible peso de la realidad.

Llegó a mi casa en diciembre del año pasado. No sé si celebró las fiestas de fin de año, no supe cómo la pasó en navidad, la noche del año nuevo no escuché su risa. En enero y febrero tampoco supe de él, mi mujer me enteró que teníamos un inquilino en el cuarto piso, pero solo le conocí cuando se cerraron nuestras puertas por la cuarentena. Le vi, y sonreí, y él sonrió.

Su simpático rostro y sus ojos azules impedían no fijarse en él, pero más llamativo era su entonar, no era del veloz caraqueño, era una entonación como los de mi pueblo, de mis andes queridos, pero con una alegría tropical. Me dijo: “A su orden señor”. Y luego, y esto sonará fuerte, dijo cosas como, “me oyes Sebastián”, “coño de su madre”, “de pinga”, “estoy arrecho”. Entonces le molestaba por su dialecto tan sexualizado y él que no se quedaba atrás, me dijo, “no digas nada, que ustedes los peruanos cuando hablan todo es de pinga para abajo” y me maté risa”.

Fue mi acompañante para hacer las compras los fines de semana, y para probar su valor le ofrecí comprarle su mercado, que él pidiera, y su delicadeza humana se mostró, escatimando, solo pidió unas papitas, cebollas y tomates. Con eso hizo una sopa, una sopa que me volvió a los tiempos cuando mi madre me servía sus calditos en las noches de invierno. Me quedé admirado y él estaba preocupado, quiso disculparse porque le faltó no sé qué ingrediente, pero su caldito estaba rico, y él preocupado por el ingrediente se sentía que había fallado. Su humanidad era tan grande a pesar de su escasez.

Las conversaciones en la amistad son el ingrediente principal, y él escuchaba a pesar que hablaba más. Un día le estuve contando mis temores y sobre mis poemas, pero él también hablaba a la vez de los platos peruanos que ya sabía cocinar, entonces le molesté porque parecía que no me escuchaba, y me dijo que sí me había escuchado, que parecía que no escuchara pero que él estaba atento, y era así, me dijo todo lo que le había contado y también la interpretación de mis temores.

Una noche subí una sangría para compartir con los inquilinos, comenzamos a conversar de la vida en general, y él se quedó hasta más tarde y compartimos la música que nos gustaba, coincidimos con muchas canciones. Y me contó sus otras luchas. Él mantenía a su madre, eso no lo sabía su mujer del todo, pero él enviaba cincuenta dólares a su madre todos los meses, y me dijo con su mirada fija y tono adusto, que ese mes no iba a enviar nada, porque tampoco podía enviar nada a su mujer e hijo. ¿Duro verdad?, cómo no empatizar con un ser humano esforzado lejos de los suyos. Cómo no simpatizar con la causa de este guerrero que era nuestro amigo de Lara.

Los meses pasaron, y su compañía se hizo cotidiana. Cuando se salió del encierro, fue muy gestual al servirnos uno de los mejores sancochos que he probado, mi padre quedó encantado. Luego vinieron las parrillas venezolanas y conocer a los suyos. Guerreros sonrientes que contrastan con mi apariencia melancólica. Y Venezuela inundó mi casa.

Me contó que se iba en diciembre, que iría a ver a su madre y traerse a su mujer e hijo. Me dijo que hubiese preferido no tener un hijo, que lo amaba, pero que era su hijo por quién más sufría, que quizás un hombre puede dejar padres y hermanos, puede dejar una mujer, pero que jamás puede dejar un hijo, que era un pedazo de sus entrañas que no podría arrancárselo de su ser sin morir en el intento.

Él quería volver a su tierra para vivir en el campo como en su juventud, pero la fuerza de la realidad le devolvería al Perú, que por ahora era su única alternativa. Un pueblo entero tiene que decir eso de su contexto, los hombres que han nacido en una tierra rica y bella tienen que optar por la única alternativa para escapar de la miseria y el hambre. Estos hombres vienen aquí a luchar la guerra de la vida que tiene muchas batallas y algunos de ellos mueren en su lucha como se ha muerto mi amigo venezolano.

Él tenía treinta años, no era deportista, y sí, era gordito. Mi pequeña niña me dijo graciosamente, “se ha muerto porque era gordito”; y me hizo reír y llorar. Mi amigo era gordito y era por lo que más le molestaba. Se afanaba en su comida, los ricos potajes de su tierra que tuve la suerte, la gran suerte de probar.

Se ha muerto, sí se ha muerto, me deja otro amigo… Es una pena que a mí me toque verles partir.



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