Me levanté temprano, aunque soy dormilona, me esforcé por el
recuerdo de Javier, me puse de negro porque de luto estaba recordándole, hice
las cosas como no estaba acostumbrada, me despedí de mi madre, tomé el
colectivo.
Llegué tarde, pero el profesor me hizo pasar; al entrar vi a
Sebastián. Me di cuenta del desprecio que me tuvo. Ahora que lo pienso, es
fácil entender por qué me miró así; más de diez años de diferencia, una chica
flaca con trapos lúgubres, descuidada; igual le miré y me reí como diciéndole,
a mí qué me importas.
Durante la clase, Sebastián participaba tanto que me
molestaba ya escucharlo. Aunque lo hacía con mucho criterio, la cosa era que me
pareció como que aburrido, la clase era una conversación entre él y el
profesor.
Cuando salí del salón, le vi acercándose al docente para
pedirle permiso para salir más temprano porque tenía que ir a su trabajo. Recién
pude darme cuenta de que no era tan joven y también que era profesor. ¿De qué
curso? Seguro de matemática, por eso podía hacer los ejercicios con facilidad;
pero no, era profesor de Historia, él siempre lo dice completito, de Historia,
Geografía y Economía.
No le hice mucho caso, pero era imposible no saber que
estaba en el aula, siempre interviniendo, con mucho acierto eso sí. Le comencé
admirar, poco a poco me pareció como un sabio, y aunque en mi grupo todos hablaban
de lo presumido que era, de lo patero con el profesor – cosa que era mentira porque él era el único
que le cuestionaba y el profesor ya le había hecho entender que no le gustaba
su insistencia -, todos pensaban que Sebastián se creía la gran cosa, pero a él
como si nada, como si el aula fuera él, el profesor y los conocimientos que
éste le pude dar.
Javier había sido mi vida, la vida que me hacía volar junto
a las estrellas, mirar a la luna de igual a igual, yo más viva que el mismo
sol. Javier, siendo más joven que Sebastián, le veo más grande, poderoso, más real
que mi treintañero amigo. Pero ese maduro profesor – que la verdad no es tan
maduro – me comenzó a enamorar.
Coincidimos en la biblioteca nacional; dicen por allí que
hay ratas de bibliotecas, Sebastián – que no es muy alto – literalmente parecería
una rata de biblioteca, estaba de estante en estante revisando los libros. Sé
que no lee tanto como se cree, pero lo poco que lee concluye muy bien, infiere
y eso me enamoraba. Le miraba, me volteaba para que no me diga nada, pero se me
acercó.
Hola, ¿qué buscas? – no me parecía ser tan mayor. Lo de la
tarea de Contabilidad pues. Ya, tengo aquí copias que hablan de la historia de
la contabilidad, si gustas les sacas copia. Gracias, pero yo ya elegí los
libros que voy a utilizar para mi ensayo, es más aquí tengo mi ensayo. ¿Lo
puedo revisar? Ah – moví la cabeza tontamente y le di mis hojas – sí. Pero esto
está mal – cerré mis labios y sonreí como cuando cometo algo malo y solo sonrío
para que mi papá no me diga más cosas – pero ni siquiera has hecho la
introducción. Esa es mi introducción. Mira, para la introducción puedes
comenzar con una anécdota, un pasaje de la historia o una cita, así no
Alejandra – y dijo mi nombre y se detuvo el tiempo.
*********
*********
Recuerdo lo fea que se había puesto, desordenada, recuerdo
que justamente una semana antes había comenzado a dictar clases y comencé a
renegar con mis estudiantes – tanto varones como mujeres – por lo desarreglados
que estaban, no es que sea obsesivo con el tema, pero los adolescentes son así
de, no me importa lo que el resto piense. Además, la impresión que me dio todo
su salón era bueno, pero de pronto llega una chica así, flaca, con el cabello
suelto revoloteado, de negro como Morticia, la miré como diciendo: y ésta de
dónde ha venido; noté que me miró como respondiéndome: qué te importa.
Coincidimos en la biblioteca y me dio pena ver su trabajo,
eso obviamente no podía ser un trabajo. Claro, los docentes en la universidad
califican generosamente, pero ese ensayo estaba fatal, ella ni siquiera había
fichado ni nada. Le quise ayudar, pero la muy orgullosita me dijo que no.
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