El mendigo cruza la pista a prisa, quiere alcanzar a la
joven que le ha echado una limosna. Es la tercera vez que ella le da caridad,
pero ahora no quiere recibirlo. Porque no quiere su caridad, se ha enamorado de
ella.
Ella tampoco quisiera darle caridad, quisiera hablarle y
ayudarle para que mejore su condición, pero no concibe que deba tratar con un
mendigo. Ha visto las facciones del indigente y le parece hermoso; no debe
tener más de 40 años, piensa.
Es un cuento de hadas, son las siete de la noche y el
mendigo ha cruzado la Abancay y le ha cogido la mano. Ella no se ha puesto
nerviosa y le ha dicho su nombre, Mario. En ese momento se bifurcó el camino de
los sucesos hacia la izquierda y hacia la derecha.
Hacia la derecha, el mendigo era un príncipe que, como en
los cuentos de hadas, había perdido riqueza a manos de gente sin principios y
esta mujer le elevó a su primigenia condición.
Hacia la izquierda, el mendigo era un ciego sin globos
oculares… una deformación del ser humano que la mujer recién tiene conocimiento
cuando le quita los lentes oscuros.
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Todos te conocen en el edificio. ¿Cómo has podido alcanzarme?
- Por tu olor. ¿Te asusto?
- Sí – y al verse observada, dejó al mendigo.
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