Cuando una noble llegaba a Versalles se convertía en un
objeto decorativo más del barroco francés, en una criatura graciosa que hace
eco de la conversación de los monarcas. Cuando se llegaba al palacio, se
despersonalizaba al punto de placerse con limpiar el recto a los Luises. Es así
como Alejandra llegó a la vida de Versalles, solo para gozarse de la
trivialidad de decirse, estoy en Versalles, estoy con un príncipe – el más sucio
de todos, pero en fin, es príncipe y eso es lo que vale.
El Márquez de la Rivera, le dio todo cuanto tuvo a la joven
caprichosa; le ofreció su casa, sus sirvientes, sus libros, su sabiduría… pero
ella lo despreció todo por pasear por los impuros salones de Versalles, para
ser parte de los festines, exponer su piel rozándola con la de otros tan nobles
– o mal estará decir nobles -, sus flujos y espuria.
Y ahora Alejandra se acuesta con el sifilítico Giovanni. A
kilómetros, el anciano Márquez de la Rivera la piensa, la sueña, suda por el
susto de verla envolvente en tremenda lastimocidad. Ella se cree feliz y
potente. El Márquez la encuentra humillada al lado de una bestia.
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Está bien que te tomes tu tiempo, lo que es yo, también me tomaré mi tiempo para trabajar y estudiar.
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