Un día leerás esta carta, en la cual me despido para siempre. |
Se despierta temprano, un minuto antes que el reloj suene,
será su reloj natural que siempre hace que se avive antes que suene la alarma.
Se queda mirando el techo, piensa en Alejandra.
Siente el frío de su desnudez con el contraste del abrigo de
su colcha, se encoje y repite el nombre de Alejandra; ora, ora a Dios para que
le permita algún día amarla, piensa que quizás Dios es un demonio que podría
hacerle el favor de que ella volverá y esta vez para amarle.
La directora le ha felicitado por su buen trabajo, sigue con
los videos, le ha ido bien en la universidad y pudo apoyar a Elizabeth; se
estresa de todo el trabajo, pero es lo mejor, al menos eso le distrae de no tener a Alejandra
como él quisiera.
Todo sería perfecto si Alejandra estuviera conmigo, si ella
me amara como yo la amo; si fuera así, ella estaría aquí en mi cama. Sería
genial, la abrazaría y acariciaría, le hablaría mil cosas para que sonría, le
molestaría para que me muestre su rostro de enojada, luego la haría reír para
embriagarme de lo bello que son sus gestos.
Sería perfecto que Alejandra me amara, juntaría todo el
dinero de los libros y con ello nos iríamos al Cusco, porque me gustaría que
fuera conmigo a ese símbolo del orgullo nacional; lo malo está en que a ella no
le gusta caminar, pero igual, si ella me amara, caminaría a mi lado.
Se pasa el tiempo, tiene que salir, hoy tiene clases en la
mañana y en la noche. Se quita las medias, se coloca las sandalias y va directo a la ducha,
no hace mucho frío. Hace caer el agua en su nuca, retumba en su cabeza el
nombre de Alejandra; ella dormirá hasta tarde, piensa.
Toma un colectivo en la Chinchaysuyo, llega temprano. Se
aburre con las clases, el docente no tiene didáctica, no tiene conocimiento, no
tiene nada. Hace la tarea que el indica el docente, le entrega el documento y
le pregunta si se puede ir, apenas son las once; el docente – que se incomoda
con la presencia de Sebastián – asienta.
Se va a la biblioteca, quisiera llamar a Alejandra, pero no
quiere molestarla. Se pone a leer un libro sobre derecho de familia. El tiempo
pasa rápido, sale de la universidad rumbo a su trabajo.
Dicta con mucha pasión su clase sobre la reforma protestante,
recuerda que fue adventista y que creía en Dios, y que ahora – que piensa que
Dios existe – no cree que Dios pudiera ayudarle en nada.
Tiene una hora libre, lee un libro de historia sobre la Revolución
Industrial, las últimas tres horas pedagógicas las tiene con los cuartos.
Piensa en un momento, mira los mensajes que le envió a Alejandra para que le
perdone, y se dice que fue en balde, que mejor no le hubiese escrito nada, que
jamás tuvo que pedirle perdón, igual siempre ella le abandonó.
Después de su hora libre y el recreo dicta la clase al
cuarto “B”, termina y sale apresurado del colegio para llegar temprano a su
clase. Es más de lo mismo, un profesor que no dice nada interesante, una
práctica con el código; termina rápido y le pide al docente para irse, éste
asienta.
En el trayecto se queda callado, nadie está con él; se
siente completamente solo, quisiera estar con Alejandra, quisiera recibir su
caricia, como cuando de la nada le tocaba la oreja o reposaba su cabeza en su
pecho; pero eso que ahora desea tanto jamás volverá a ser. Su corazón llora.
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