Tuesday, May 17, 2016

Un día sin Alejandra

Un día leerás esta carta, en la cual me despido para siempre.
Se despierta temprano, un minuto antes que el reloj suene, será su reloj natural que siempre hace que se avive antes que suene la alarma. Se queda mirando el techo, piensa en Alejandra.


Siente el frío de su desnudez con el contraste del abrigo de su colcha, se encoje y repite el nombre de Alejandra; ora, ora a Dios para que le permita algún día amarla, piensa que quizás Dios es un demonio que podría hacerle el favor de que ella volverá y esta vez para amarle.

La directora le ha felicitado por su buen trabajo, sigue con los videos, le ha ido bien en la universidad y pudo apoyar a Elizabeth; se estresa de todo el trabajo, pero es lo mejor, al menos eso le distrae de no tener a Alejandra como él quisiera.

Todo sería perfecto si Alejandra estuviera conmigo, si ella me amara como yo la amo; si fuera así, ella estaría aquí en mi cama. Sería genial, la abrazaría y acariciaría, le hablaría mil cosas para que sonría, le molestaría para que me muestre su rostro de enojada, luego la haría reír para embriagarme de lo bello que son sus gestos.

Sería perfecto que Alejandra me amara, juntaría todo el dinero de los libros y con ello nos iríamos al Cusco, porque me gustaría que fuera conmigo a ese símbolo del orgullo nacional; lo malo está en que a ella no le gusta caminar, pero igual, si ella me amara, caminaría a mi lado.

Se pasa el tiempo, tiene que salir, hoy tiene clases en la mañana y en la noche. Se quita las medias, se coloca las sandalias y va directo a la ducha, no hace mucho frío. Hace caer el agua en su nuca, retumba en su cabeza el nombre de Alejandra; ella dormirá hasta tarde, piensa.

Toma un colectivo en la Chinchaysuyo, llega temprano. Se aburre con las clases, el docente no tiene didáctica, no tiene conocimiento, no tiene nada. Hace la tarea que el indica el docente, le entrega el documento y le pregunta si se puede ir, apenas son las once; el docente – que se incomoda con la presencia de Sebastián – asienta.

Se va a la biblioteca, quisiera llamar a Alejandra, pero no quiere molestarla. Se pone a leer un libro sobre derecho de familia. El tiempo pasa rápido, sale de la universidad rumbo a su trabajo.

Dicta con mucha pasión su clase sobre la reforma protestante, recuerda que fue adventista y que creía en Dios, y que ahora – que piensa que Dios existe – no cree que Dios pudiera ayudarle en nada.

Tiene una hora libre, lee un libro de historia sobre la Revolución Industrial, las últimas tres horas pedagógicas las tiene con los cuartos. Piensa en un momento, mira los mensajes que le envió a Alejandra para que le perdone, y se dice que fue en balde, que mejor no le hubiese escrito nada, que jamás tuvo que pedirle perdón, igual siempre ella le abandonó.

Después de su hora libre y el recreo dicta la clase al cuarto “B”, termina y sale apresurado del colegio para llegar temprano a su clase. Es más de lo mismo, un profesor que no dice nada interesante, una práctica con el código; termina rápido y le pide al docente para irse, éste asienta.

En el trayecto se queda callado, nadie está con él; se siente completamente solo, quisiera estar con Alejandra, quisiera recibir su caricia, como cuando de la nada le tocaba la oreja o reposaba su cabeza en su pecho; pero eso que ahora desea tanto jamás volverá a ser. Su corazón llora. 




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