Domingo, lunes, martes, miércoles y jueves, encerrado en reclusión,
bien disciplinado. Viernes por la mañana, comprendo en seguida la seriedad de
mi compromiso. Veo mi puerta y ya son las 5. Me faltan horas para poder
escribir más. Me pregunto si llamarás, me pregunto si es sensato rechazar toda
invitación para el sábado. Mi habitación, que he tratado que tenga el calor
humano que en mi casa se me dio cuando de niño, ahora es una reclusión, casa de
castigo como si hubiera cometido delito y condenado a prisión estuviera. No
está prohibido fumar, pero no puedo… aun cuando el cigarro tenga la humedad de
tus labios, no tengo esa destreza. No está prohibido hablar, pero cierro el
pico porque solo quiero hablar contigo. Telefonear es muy riesgoso, podrías
sentir mi desesperación y me castigarías muy duro: un año sin verte.
Entonces, llega sábado, me produce un efecto raro ver al
frente una iglesia. Inquieto asomo por las cortinas para que no me veas, me
resulta raro porque justo ha comenzado a solear y me da ánimo para ser feliz,
pero tengo miedo de pensar que puedo ser feliz, es una sensación triste y dulce
a la vez. Me deprimo, me alegro, me pongo optimista, me desaliento. La
impresión es horrible ya son las cinco y no llamas… necesitaré meses para
acostumbrarme.
Más tarde, ya son las siete, las ocho… ya no tengo esperanza…
mejor sigo escribiendo. Un día más son veinticuatro horas. Sí, puede ser, está
timbrando… es el número. Me estás llamando.
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