Ella se acostumbró a mirarlo todos los sábados, estando aún
en la plenitud de su vida, Mario se dejaba ver en diversas ocasiones, y con
tanta más frecuencia. Pero ella aprendió a verlo con tanta naturalidad que más
de una vez se olvidó de saludarlo. Oía hablar de él a menudo, porque en su
mundo religioso Mario era un tema que aún persistía en la memoria de algunos
cuantos. Lo veía mejorar en modales, más seguro de sí mismo, más simpático que
nunca, con nuevos lentes porque los primeros ella los había estropeado.
Lo único que siguió desafiando hasta siempre el tiempo y a
la moda fueron sus atuendos sencillos, la corbata pequeña y oscura, la chompa
de un solo color y delgada bien tallada, los pantalones oscuros y el cabello
bien recortado. Así ella se fue acostumbrando a verlo de otro modo, y terminó
por no relacionarlo con el adolescente lánguido que se sentaba a suspirar en la
avenida en frente de su casa. En todo caso, nunca lo vio con indiferencia, y
siempre se alegró con las buenas noticias que le daban sobre él, porque poco a
poco la iban aliviando de su culpa por haberlo abandonado.
Sin embargo, cuando ya lo creía borrado por completo de la
memoria, reapareció por donde menos lo esperaba convertido en un fantasma de
sus nostalgias. Ella lo amaba, pero había aceptado el convencionalismo de un
matrimonio y rechazado la aventura que significaba Mario. Solo en la vejez,
cuando empezó a sentir que algo irreparable había ocurrido en su vida se dio
cuenta que había cometido un gran error. Se arrepintió de haberle dicho NO a
Mario.
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