Cuando la vio, la amó con
intensidad. Se hizo el tonto para impresionarla y alcanzar su simpatía. No
pudiendo con su verbo, porque a la rosa no le importa lo que dice un hombre,
utilizó sus hermosos ojos. El príncipe, lloraba al verla, y ella se conmovió y
le preguntó cuál era su desdicha. El príncipe le contó su desgracia: el
abandono del rey, una reina descuidada, unos infantes perdidos.
La rosa aprendió a quererlo, y
poco a poco aceptó amarlo. El príncipe se dio cuenta que la rosa estaba dañada.
La rosa tembló y también le contó su desdicha. El príncipe le dijo que la
respetaba y que no le era importante, pues no veía que la rosa estaba marchita.
El príncipe se entregó a la rosa.
Al príncipe le dolió que no fuera
la primera vez de la rosa. El príncipe era un machista que solo la quería para
ella. El príncipe quería jactarse de que la rosa no había sido tocada más que
por él. Pero ya se había entregado a la rosa, y apenado, avergonzado se llevó a
la rosa y la tiene en un florero con agua, tratando inútilmente que no muera.
Yo no soy el príncipe… yo no me
llevé la rosa… yo no sería tan desgraciado para pensar así de la rosa.
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